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Les doy la bienvenida de todo corazon a la pagina oficial de mi primera novela "Ojos de Rubi", un sueño cumplido y una esperanza de un futuro literario.

“Levantó la vista y vio, con los ojos anegados en lágrimas, la figura que yacía crucificada, las gotas de sangre que lentamente salpicaban el bello mármol blanco sobre el piso. Se preguntó una y otra vez por qué había terminado de aquella manera, pero lo único que le vino a la mente fueron los acontecimientos que desencadenaron aquella tragedia. Y mientras recordaba, su corazón se volvía negro como la noche.”


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viernes, 26 de diciembre de 2014

Primer capítulo gratis de Ojos de Rubí, disfrútenlo =)



                           

                              PREFACIO


Levantó la vista y vio con los ojos anegados en lágrimas la figura crucificada y las gotas de sangre que se chorreaban sobre el mármol del piso. Se preguntó una y otra vez por qué había terminado de aquella manera, pero lo único que le venía a la mente fueron los acontecimientos que desencadenaron aquella tragedia. Mientras recordaba, su corazón se volvió negro como la noche; y la corrupción se instaló para siempre en su legendaria alma.


CAPÍTULO I - ¿Quién soy?

Era una noche fría, cerrada y silenciosa. Corría por un callejón oscuro, y el sonido de las zapatillas era lo único que perturbaba la siniestra tranquilidad. Un sudor frío le recubría la espalda. Se sobresaltó al sentir el apretón de una mano. Lo acompañaba esa chica, casi lo olvidaba en su carrera demencial, y al apurarse, ella lo tironeó. Se frenaron un segundo y la inspeccionó de arriba a abajo, lo mejor que pudo en las sombras reinantes. Le resultaba familiar. La confusión casi lo invade, pero escuchó otras pisadas más allá y se le aceleró el corazón. Estaba sumergido en una situación amnésica. No podía recordar nada, pero se dejaba conducir por la adrenalina. Sabía que tenía que escapar de esos pasos, que aquello desconocido era dañino. Continuaron su escape, y doblaron en una esquina. Bajaron una calle empinada y estrecha, y se escondieron detrás de un auto. Intentó tranquilizarse, porque si seguía jadeando de esa manera lo encontrarían fácil, pero no podía controlarse. La chica tampoco. Se asomó encima del baúl para vigilar y no vio nada. Quiso convencerse de que se había escapado, pero no funcionó. Esperaron. De pronto y sin ninguna razón aparente supo el nombre de la muchacha: Elizabeth, que lo abrazó. Sintió un calor en lo profundo de su pecho, y luego la certeza de que la amaba. Por supuesto que la nueva certeza trajo un montón de nuevas dudas. La miro. Abrió la boca y en ese segundo de distracción, un golpe, sombras de aquí para allá, otro jadeo y el contacto del pavimento húmedo contra su cara. Se reincorporó lo más rápido que pudo, y ahí se encontró frente a frente con un hombre de negro y encapuchado. Llevaba un abrigo tan oscuro y grande como la penumbra que lo rodeaba, tanto era así que casi se mimetizaba con ella. El muchacho comprobó, aterrado, que podía verle los ojos, rojos como dos estrellas solitarias en la lejanía de un cielo muerto. El aire se espesó y el chico sintió que su pecho se enfriaba y le costó respirar. Temblaba de miedo. El hombre de negro tenía a Elizabeth colgada de la cintura. Ella gemía y se retorcía, incapaz de zafarse de la fuerza sobrenatural de aquel brazo. El chico liberó una inesperada carga de adrenalina, se dejó llevar por su instinto de artista marcial, y sin pensarlo mucho se arrojó sobre el captor, que lo esquivó con facilidad. Lo intentó una, dos, tres veces, pero el hombre de negro continuó con su escape, con sus ojos rojos fijos en el muchacho, que observaba entre espantado y algo mareado aquella pasmosa velocidad. A cada uno de esos movimientos, Elizabeth emitía un gritito de horror y dolor, y el chico pensó que quizás aquello le hacía daño. Luchó por serenarse, y se lanzó una vez más al ataque con una patada voladora, pero nuevamente fue esquivado y  además, golpeado y derribado con un simple movimiento de mano que lo dejó indefenso en el suelo. Trató de levantarse, pero cuando se dio cuenta, comprobó horrorizado que aquella figura se cernía sobre él y le impedía moverse. Elizabeth ya no luchaba, o al menos él no la oía, pero la entendió perfectamente, pues no había esfuerzo que valiera la pena ante semejante prisión. Sintió un filo en el cuello, luego una succión, y más tarde otra pequeña corriente de aire helado,  una suerte de aliento mórbido y dulzón.
Gimió y oyó:
- Shh Luciano. Dormí tranquilo. Y no vayas a despertar. Poco a poco el amanecer será tu descanso, y la noche tú caminar.

Despertó, y miró al techo. Se incorporó. Sentía una fuerte jaqueca y los músculos agarrotados. No recordaba quién era, ni qué hacía ahí. Se llevó la mano a la cabeza y se palpó un corte que estaba coagulado. La sangre roja le devolvió una mirada tenebrosa, y de pronto recordó la pesadilla que lo despertó, una en la que un par de estrellas rojizas lo perseguían en la oscuridad. Miró a su alrededor la sencilla y hogareña decoración del cuarto donde estaba, y descubrió que sus sábanas estaban empapadas en sangre. Se levantó rápidamente, ofuscado, y se alejó de la cama. Tragó saliva y se dirigió al baño, para mirarse al espejo. Su reflejo le devolvió la imagen de un muchacho de tez blanca muy pálido, de ojos negros y brillantes. Un corte leve le nacía en la frente y se perdía en el pelo negro y corto. Tenía la barba incipiente, y dos pequeñas lesiones en el cuello.
 Abrió el botiquín detrás del espejo y buscó algún analgésico para aliviar el dolor de cabeza, que no lo dejaba razonar. Encontró una tableta de aspirinas y se tomó dos. Aquel sería el último bocado de su vida.
 Salió a la habitación nuevamente, donde lo esperaba aquella lúgubre escena. Fue al living e intentó abrir la puerta de salida, pero estaba cerrada. Se sentía muy débil.
La luz del atardecer se filtraba anaranjada por la ventana, que ofrecía un bonito paisaje serrano. Intentó acercarse, pero la sola idea de exponerse al sol lo enfermó. Luego volvió sobre sus pasos, porque en la pieza donde había despertado había algunos bolsos y valijas, donde quizá encontrara una llave o hasta un teléfono móvil. Encontró ropas de hombre y de mujer, y revolvió hasta encontrar los documentos de una chica llamada Elizabeth, pero no la supo identificar. Se sentó en el piso y se restregó los ojos. ¿Quién es?, pensó. ¿Qué pasa? ¿Quién soy? Intentó recordar, pero el dolor de cabeza fue tan fuerte que, tras un leve suspiro se desmayó.

-  Buenas noches, mi niña – saludó una voz cordial, profunda y grave.
Elizabeth se despertó algo mareada. La cama era cómoda, con almohadones mullidos y esponjosos. Pudo distinguir, parado delante de ella, la figura de un hombre alto. Percibió un olor muy fuerte y dulzón, bastante desagradable. Se incorporó rápidamente ya bien despierta, pero con la misma velocidad volvió a taparse, porque estaba desnuda. ¿Qué estaba pasando?
-  ¿Quién es usted? – inquirió llena de furia y vergüenza – ¿Dónde estoy?
-  Cálmese, señorita – respondió aquel desconocido, con aquella voz tan envolvente y enloquecedora –. Usted se encuentra a buen recaudo en mi compañía. No se preocupe. Solo duerma – y esa última palabra, cargada de poder hipnótico fue para ella un somnífero y se durmió al instante, desparramando en el colchón su cabello castaño y ondulado. Lo último que percibió fue aquel aroma dulzón.
En ese momento, entro una mujer a la habitación. El sujeto se dirigió a ella.
-  Jessica, vístela. Y prepárala para la cena.
Jessica era una mujer menuda y bonita. Sus ojos eran de color azul pálido, y estaban desenfocados. Sus movimientos eran los de un autómata, y en las facciones de su rostro no se podía adivinar ninguna expresión.
El hombre de negro le dirigió una última mirada a la muchacha dormida, y salió del cuarto. Caminó por largos pasillos oscuros hasta salir de la edificación, emplazada en una caverna. Se quedó unos segundos en la boca de la cueva, para  admirar al cielo con sus ojos verdes, mientras se dejaba bañar por la luz de la luna. Era pálido, y una barba ordenada decoraba su expresión triste. El pelo color negro, espeso, lo llevaba atado en una trenza que le llegaba a la cintura. El nombre del hombre era Jerónimo del Vivar, y de repente su rostro se convirtió en la expresión más nauseabunda de la perversión y la soberbia.
-  ¡Llegó el momento! – le exclamó a la negrura – ¡Faltan siete días para el eclipse!
 Y rió, y los terribles ecos de su risa recorrieron cada recoveco del valle hasta morir algunos kilómetros más allá.

Cuando Luciano despertó esa noche, nuevamente y por unos segundos no recordó que hacía tirado en el suelo. Pero esta vez la memoria no le falló, y lo poco que había hecho hacía algunas horas le volvió rápidamente. Incluso desde el nebuloso pasado le llegó su nombre. Ya no sufría dolores, y en su lucidez comenzó a entrar en pánico. Las luces estaban prendidas. Giró la cabeza bruscamente hacia la cama, pero ahí no había más sangre. De algún modo esto lo esperanzó en un primer momento, pero luego sólo lo confundió más. Fue otra pesadilla, se dijo. Se sentó allí y se tomó la cabeza otra vez, estrujando su mente. Palpó las sábanas, y estaban como nuevas. 
 Del otro lado del hotel, un conserje anciano caminaba despacio. Tenía los ojos dados vuelta y murmuraba al vacío. Se detuvo un instante, asintió y se dirigió al cuarto de limpieza. Allí recogió un hacha y salió al parque, rumbo al edificio donde se alojaban las habitaciones. El patio estaba curiosamente vacío, y lo observaba silencioso y expectante. La luna llena encontraba aquella noche su máximo resplandor, pero el conserje no necesitaba iluminación. El hacha que sostenía en cambio, le devolvía los reflejos, pícara y juguetona, a cada paso que el tipo daba. Llegó al otro edificio, entró y mientras recorría pasillos y escaleras, su torpeza se hizo evidente ya que en reiteradas ocasiones, derribó algunos cuadros y chocó con varias puertas y paredes, pero nadie pareció notar nada. Sin voz, su boca modulaba palabras de una lengua antigua, y así fue que llegó a la habitación número ciento cuatro.

Luciano escuchó un ruido fuerte y se sobresaltó. Se apresuró hacia el living, y allí vio la puerta agujereada. Por el hoyo, asomaba un filo plateado, que se retiró. El joven observó pasmado como una segunda envestida del hacha destruía la madera, y como con una patada, un conserje se abría paso y se arrojaba hacia él alzando el arma con las dos manos. Vio la muerte bajar a toda velocidad directo a su frente, pero con una velocidad extraordinaria la esquivó, tan rápido que rodó contra un costado y golpeó su hombro contra la pared debajo de una ventana, tan fuerte que creyó habérselo fracturado. Con los ojos llenos de lágrimas, vio venir un nuevo ataque, pero no tuvo tanta suerte ni rapidez, porque aunque se movió el sujeto logró darle en la pierna. El dolor le recorrió el cuerpo, eléctrico, punzante y paralizador y lanzó un grito de agonía. El suelo alfombrado, otrora verde y con caracteres chinos, se tiñó del rojo oscuro de la sangre. El conserje retiró el arma con brutalidad, y más sangre salpicó las cortinas. Ya está, voy a morir sin saber cómo me llamo, logró pensar Luciano en medio del sufrimiento, y como si ese pensamiento hubiera conjurado al peligro, el hacha se alzó letal e impertérrita. El joven cerró los ojos y esperó el final.
Durante ese breve momento, lo invadió el recuerdo de la chica de sus sueños, Elizabeth, y la sensación cálida del amor le inundó el pecho, le brindó fuerzas y algo así como una razón para dar pelea. Ignoró un instante al dolor y le propinó a su potencial verdugo una patada en los testículos con su pierna sana. El viejo lanzó un alarido y soltó el hacha que cayó y rebotó pesada y silenciosamente contra el piso alfombrado, para masajearse la entrepierna, enfurecido, y acto seguido le dio una patada al muchacho en la cabeza, y luego otra, que le fracturó la nariz. A la tercera, Luciano en un esfuerzo enorme de concentración, le capturó el pie y lo derribó junto a él, se le subió encima velozmente y le propinó un golpe tras otro hasta que sintió primero los dientes y luego los huesos de la mandíbula romperse y molerse bajo sus nudillos. La muerte trajo al silencio otra vez.
 Respiró agitado. El sudor frío le bañaba el cuerpo y le pegaba la camisa a la piel. Observó a su alrededor: la puerta destrozada, el hacha sanguinolenta, el suelo escarlata, su pierna tajeada y la sangre que manaba profusa. Bajó la adrenalina y empezó a sentirse mareado. Intentó levantarse, pero cayó nuevamente sobre la alfombra ensangrentada. Sabía que si se quedaba ahí, pronto sobrevendría su propia muerte. Quizás aquello no fuera tan malo como algunos decían. De hecho, a medida que se acercaba la hora, menos dolor sentía. Dejó caer los párpados y relajó cada músculo de su cuerpo. Así notó cuán tenso estaba. Esperó unos segundos, pero a su mente acudió nuevamente la imagen de la jovencita. Sabía que había sido un sueño, pero sentía la seguridad de que la conocía en persona, que la amaba incluso en esta realidad inexplicable. Tomó aire, e intentó incorporarse una vez más. El dolor no perdonó y apenas se pudo mover. Las lágrimas brotaron de sus ojos y se mezclaron con el sudor de las mejillas. El corazón latía cada vez más débil. Probó una última vez. Tomó aire e impulso. Cuando el dolor empezó de nuevo, gritó pero no se detuvo. Apoyó en su pierna sana todo su peso y se ayudó con la pared. El trayecto hacia la puerta fue un infierno. Su pierna maltrecha aún escupía sangre, quizás no tanto como antes, pero el dolor paralizante le invadía cada músculo del cuerpo a cada arrastre, y no lo dejaba razonar nada. Paso a paso rumbo a la salida, gemía de impotencia y desesperación, porque descubrió que no quería morir. Cuando finalmente llegó, no supo cómo acomodar su extremidad mutilada, y simplemente se arrojó a través del agujero. Cayó al pasillo y a través de una nueva y horrenda escalada de dolores, reunió fuerzas y gritó por ayuda una vez, una segunda y una tercera vez, pero nadie respondía. En cambio, sintió como una neblina lo envolvía y entendió perfectamente que se estaba desvaneciendo. Abrió mucho los ojos y combatió al desmayo y en ese momento, vio aparecer la figura de una mujer., que se acercó y lo levantó con sorprendente facilidad. La sorpresa le aplacó un segundo el dolor que el movimiento algo brusco le ocasionó. Lo llevaba en brazos como si fuera un bebé enorme, y lo condujo hacia otra habitación algunos metros más allá. La observó anonadado, era una figura muy linda y le pareció inconcebible que una mujer de ese tamaño pudiera alzarlo y moverlo con tanta presteza. Creyó que eran las alucinaciones previas a la muerte. El perfume de la chica era suave y dulce. En el cuarto, la mujer lo depositó en la cama a oscuras.
-                     Médico – balbuceó Luciano, y cerró los ojos fuertemente, pero volvió a abrirlos cuando la mujer prendió la luz.
 Quizás ya había llegado al paraíso. Ella se le acercó, felina, y comenzó a desnudarse. Tenía la tez blanca y el pelo rubio, como europea, y una figura exuberante que incluían dos grandes pechos, que se bambolearon cuando trepó a la cama. Lo miró sugerente con sus grandes ojos verdes.
-                     Ayuda – dijo el joven, y sintió un inexplicable deseo por aquella mujer, como a la vez un desconcierto muy grande por las grandes incoherencias que estaba viviendo.
 Parpadeó un par de veces y clarificó un poco su visión, para encontrarse con que, pese a su deseo, la mujer que gateó hasta ponerse cara a cara con él presentaba un espectáculo espeluznante. Ella curvó sus labios en una sonrisa amplia, enseñando sus dientes blancos y sus dos largos colmillos. Los labios no poseían color, su piel en general no poseía ningún color y la luz le iluminaba las venas que se traslucían con horrorosa sencillez. Luciano sintió que aquella era una bestia salvaje con hambre, que se lo quería comer con perversa lujuria, pese a lo cual la deseó aún más, aunque no tenía ni fuerza ni sangre suficiente para una erección. La mujer se acercó aún más, hacia su oído, y el contacto con su piel fue tan frío que se sobresaltó, pero ya no daba más. El universo se deshizo en una nada grisácea y de pronto se encontraba soñando otra vez.
 Nuevamente corría de la mano con Elizabeth a través de una calle oscura. Otra vez los perseguía aquella figura nefasta. Y nuevamente, la succión en su cuello, el beso de la muerte.

A muchos kilómetros de distancia, en el instante en que Luciano caía inconsciente, Elizabeth se despertaba perturbada. Había tenido un mal sueño, en el que su hombre era poseído por otra mujer, un ser demoníaco y cargado de malas intenciones. Sentía un nudo en la garganta y mucho miedo. Miró a su alrededor la negrura de la habitación en donde estaba prisionera. Allí no había ventanas. Se acurrucó y aferró un pequeño crucifijo plateado que sus padres le habían regalado, angustiada. No encontraba razones para el secuestro que había sufrido, ni se podía imaginar qué quería aquel hombre de imagen aterradora y de voz grave y cordial, ni qué le habían hecho a su novio. En Buenos Aires aún no los extrañarían hasta que terminaran sus vacaciones y noten que jamás regresaron. ¿Y la gente del hotel? ¿Habrían llamado a la policía? Pero nada respondía a sus inquietudes.

Fuera de la caverna, en la cima de una sierra, Jerónimo del Vivar meditaba. Tenía los ojos cerrados, los labios fuertemente apretados y la capucha sobre su cabeza. En el mismo momento en que Luciano perdía el conocimiento y Elizabeth despertaba, él abrió mucho los ojos y esbozó una sonrisa macabra. Una ráfaga de viento serrano quitó la capucha de su rostro, y dejó a la vista de la noche sus pupilas otrora verdosas, rojas y brillantes como un par de rubíes perversos. Se cumplió el segundo día de la profecía, pensó entusiasmado.
Y otra vez le regaló su carcajada enérgica y diabólica al valle. Así, su cuerpo se deshizo en las sombras y mientras la risa aún reverberaba en las serranías, un murciélago se alejó de allí a toda velocidad.

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