PREFACIO
Levantó la vista y vio con los ojos
anegados en lágrimas la figura crucificada y las gotas de sangre que se
chorreaban sobre el mármol del piso. Se preguntó una y otra vez por qué había
terminado de aquella manera, pero lo único que le venía a la mente fueron los
acontecimientos que desencadenaron aquella tragedia. Mientras recordaba, su
corazón se volvió negro como la noche; y la corrupción se instaló para siempre
en su legendaria alma.
CAPÍTULO I - ¿Quién soy?
Era una noche fría, cerrada y
silenciosa. Corría por un callejón oscuro, y el sonido de las zapatillas era lo
único que perturbaba la siniestra tranquilidad. Un sudor frío le recubría la
espalda. Se sobresaltó al sentir el apretón de una mano. Lo acompañaba esa
chica, casi lo olvidaba en su carrera demencial, y al apurarse, ella lo
tironeó. Se frenaron un segundo y la inspeccionó de arriba a abajo, lo mejor
que pudo en las sombras reinantes. Le resultaba familiar. La confusión casi lo
invade, pero escuchó otras pisadas más allá y se le aceleró el corazón. Estaba
sumergido en una situación amnésica. No podía recordar nada, pero se dejaba
conducir por la adrenalina. Sabía que tenía que escapar de esos pasos, que
aquello desconocido era dañino. Continuaron su escape, y doblaron en una esquina.
Bajaron una calle empinada y estrecha, y se escondieron detrás de un auto.
Intentó tranquilizarse, porque si seguía jadeando de esa manera lo encontrarían
fácil, pero no podía controlarse. La chica tampoco. Se asomó encima del baúl
para vigilar y no vio nada. Quiso convencerse de que se había escapado, pero no
funcionó. Esperaron. De pronto y sin ninguna razón aparente supo el nombre de
la muchacha: Elizabeth, que lo abrazó. Sintió un calor en lo profundo de su
pecho, y luego la certeza de que la amaba. Por supuesto que la nueva certeza
trajo un montón de nuevas dudas. La miro. Abrió la boca y en ese segundo de
distracción, un golpe, sombras de aquí para allá, otro jadeo y el contacto del
pavimento húmedo contra su cara. Se reincorporó lo más rápido que pudo, y ahí
se encontró frente a frente con un hombre de negro y encapuchado. Llevaba un
abrigo tan oscuro y grande como la penumbra que lo rodeaba, tanto era así que
casi se mimetizaba con ella. El muchacho comprobó, aterrado, que podía verle
los ojos, rojos como dos estrellas solitarias en la lejanía de un cielo muerto.
El aire se espesó y el chico sintió que su pecho se enfriaba y le costó
respirar. Temblaba de miedo. El hombre de negro tenía a Elizabeth colgada de la
cintura. Ella gemía y se retorcía, incapaz de zafarse de la fuerza sobrenatural
de aquel brazo. El chico liberó una inesperada carga de adrenalina, se dejó
llevar por su instinto de artista marcial, y sin pensarlo mucho se arrojó sobre
el captor, que lo esquivó con facilidad. Lo intentó una, dos, tres veces, pero
el hombre de negro continuó con su escape, con sus ojos rojos fijos en el
muchacho, que observaba entre espantado y algo mareado aquella pasmosa
velocidad. A cada uno de esos movimientos, Elizabeth emitía un gritito de
horror y dolor, y el chico pensó que quizás aquello le hacía daño. Luchó por
serenarse, y se lanzó una vez más al ataque con una patada voladora, pero
nuevamente fue esquivado y además,
golpeado y derribado con un simple movimiento de mano que lo dejó indefenso en el
suelo. Trató de levantarse, pero cuando se dio cuenta, comprobó horrorizado que
aquella figura se cernía sobre él y le impedía moverse. Elizabeth ya no
luchaba, o al menos él no la oía, pero la entendió perfectamente, pues no había
esfuerzo que valiera la pena ante semejante prisión. Sintió un filo en el
cuello, luego una succión, y más tarde otra pequeña corriente de aire
helado, una suerte de aliento mórbido y
dulzón.
Gimió y oyó:
- Shh Luciano. Dormí tranquilo. Y no vayas a despertar.
Poco a poco el amanecer será tu descanso, y la noche tú caminar.
Despertó, y miró al techo. Se incorporó.
Sentía una fuerte jaqueca y los músculos agarrotados. No recordaba quién era,
ni qué hacía ahí. Se llevó la mano a la cabeza y se palpó un corte que estaba
coagulado. La sangre roja le devolvió una mirada tenebrosa, y de pronto recordó
la pesadilla que lo despertó, una en la que un par de estrellas rojizas lo
perseguían en la oscuridad. Miró a su alrededor la sencilla y hogareña
decoración del cuarto donde estaba, y descubrió que sus sábanas estaban
empapadas en sangre. Se levantó rápidamente, ofuscado, y se alejó de la cama.
Tragó saliva y se dirigió al baño, para mirarse al espejo. Su reflejo le
devolvió la imagen de un muchacho de tez blanca muy pálido, de ojos negros y
brillantes. Un corte leve le nacía en la frente y se perdía en el pelo negro y
corto. Tenía la barba incipiente, y dos pequeñas lesiones en el cuello.
Abrió el botiquín
detrás del espejo y buscó algún analgésico para aliviar el dolor de cabeza, que
no lo dejaba razonar. Encontró una tableta de aspirinas y se tomó dos. Aquel
sería el último bocado de su vida.
Salió a la
habitación nuevamente, donde lo esperaba aquella lúgubre escena. Fue al living
e intentó abrir la puerta de salida, pero estaba cerrada. Se sentía muy débil.
La luz del atardecer se filtraba anaranjada por la ventana,
que ofrecía un bonito paisaje serrano. Intentó acercarse, pero la sola idea de
exponerse al sol lo enfermó. Luego volvió sobre sus pasos, porque en la pieza
donde había despertado había algunos bolsos y valijas, donde quizá encontrara
una llave o hasta un teléfono móvil. Encontró ropas de hombre y de mujer, y
revolvió hasta encontrar los documentos de una chica llamada Elizabeth, pero no
la supo identificar. Se sentó en el piso y se restregó los ojos. ¿Quién es?, pensó. ¿Qué pasa? ¿Quién soy? Intentó recordar, pero el dolor de cabeza
fue tan fuerte que, tras un leve suspiro se desmayó.
- Buenas
noches, mi niña – saludó una voz cordial, profunda y grave.
Elizabeth se despertó algo mareada. La
cama era cómoda, con almohadones mullidos y esponjosos. Pudo distinguir, parado
delante de ella, la figura de un hombre alto. Percibió un olor muy fuerte y
dulzón, bastante desagradable. Se incorporó rápidamente ya bien despierta, pero
con la misma velocidad volvió a taparse, porque estaba desnuda. ¿Qué estaba
pasando?
- ¿Quién
es usted? – inquirió llena de furia y vergüenza – ¿Dónde estoy?
- Cálmese,
señorita – respondió aquel desconocido, con aquella voz tan envolvente y
enloquecedora –. Usted se encuentra a buen recaudo en mi compañía. No se
preocupe. Solo duerma – y esa última palabra, cargada de poder hipnótico fue
para ella un somnífero y se durmió al instante, desparramando en el colchón su
cabello castaño y ondulado. Lo último que percibió fue aquel aroma dulzón.
En ese momento, entro una mujer a la
habitación. El sujeto se dirigió a ella.
- Jessica,
vístela. Y prepárala para la cena.
Jessica era una mujer menuda y bonita.
Sus ojos eran de color azul pálido, y estaban desenfocados. Sus movimientos
eran los de un autómata, y en las facciones de su rostro no se podía adivinar
ninguna expresión.
El hombre de negro le dirigió una última
mirada a la muchacha dormida, y salió del cuarto. Caminó por largos pasillos
oscuros hasta salir de la edificación, emplazada en una caverna. Se quedó unos
segundos en la boca de la cueva, para
admirar al cielo con sus ojos verdes, mientras se dejaba bañar por la
luz de la luna. Era pálido, y una barba ordenada decoraba su expresión triste.
El pelo color negro, espeso, lo llevaba atado en una trenza que le llegaba a la
cintura. El nombre del hombre era Jerónimo del Vivar, y de repente su rostro se
convirtió en la expresión más nauseabunda de la perversión y la soberbia.
- ¡Llegó
el momento! – le exclamó a la negrura – ¡Faltan siete días para el eclipse!
Y rió, y los
terribles ecos de su risa recorrieron cada recoveco del valle hasta morir
algunos kilómetros más allá.
Cuando Luciano despertó esa noche,
nuevamente y por unos segundos no recordó que hacía tirado en el suelo. Pero
esta vez la memoria no le falló, y lo poco que había hecho hacía algunas horas
le volvió rápidamente. Incluso desde el nebuloso pasado le llegó su nombre. Ya
no sufría dolores, y en su lucidez comenzó a entrar en pánico. Las luces
estaban prendidas. Giró la cabeza bruscamente hacia la cama, pero ahí no había
más sangre. De algún modo esto lo esperanzó en un primer momento, pero luego
sólo lo confundió más. Fue otra pesadilla,
se dijo. Se sentó allí y se tomó la cabeza otra vez, estrujando su mente. Palpó
las sábanas, y estaban como nuevas.
Del otro lado del
hotel, un conserje anciano caminaba despacio. Tenía los ojos dados vuelta y
murmuraba al vacío. Se detuvo un instante, asintió y se dirigió al cuarto de
limpieza. Allí recogió un hacha y salió al parque, rumbo al edificio donde se
alojaban las habitaciones. El patio estaba curiosamente vacío, y lo observaba
silencioso y expectante. La luna llena encontraba aquella noche su máximo
resplandor, pero el conserje no necesitaba iluminación. El hacha que sostenía
en cambio, le devolvía los reflejos, pícara y juguetona, a cada paso que el
tipo daba. Llegó al otro edificio, entró y mientras recorría pasillos y
escaleras, su torpeza se hizo evidente ya que en reiteradas ocasiones, derribó
algunos cuadros y chocó con varias puertas y paredes, pero nadie pareció notar
nada. Sin voz, su boca modulaba palabras de una lengua antigua, y así fue que
llegó a la habitación número ciento cuatro.
Luciano escuchó un ruido fuerte y se
sobresaltó. Se apresuró hacia el living, y allí vio la puerta agujereada. Por
el hoyo, asomaba un filo plateado, que se retiró. El joven observó pasmado como
una segunda envestida del hacha destruía la madera, y como con una patada, un
conserje se abría paso y se arrojaba hacia él alzando el arma con las dos
manos. Vio la muerte bajar a toda velocidad directo a su frente, pero con una
velocidad extraordinaria la esquivó, tan rápido que rodó contra un costado y
golpeó su hombro contra la pared debajo de una ventana, tan fuerte que creyó
habérselo fracturado. Con los ojos llenos de lágrimas, vio venir un nuevo
ataque, pero no tuvo tanta suerte ni rapidez, porque aunque se movió el sujeto
logró darle en la pierna. El dolor le recorrió el cuerpo, eléctrico, punzante y
paralizador y lanzó un grito de agonía. El suelo alfombrado, otrora verde y con
caracteres chinos, se tiñó del rojo oscuro de la sangre. El conserje retiró el
arma con brutalidad, y más sangre salpicó las cortinas. Ya está, voy a morir sin saber cómo me llamo, logró pensar Luciano
en medio del sufrimiento, y como si ese pensamiento hubiera conjurado al
peligro, el hacha se alzó letal e impertérrita. El joven cerró los ojos y
esperó el final.
Durante ese breve momento, lo invadió el
recuerdo de la chica de sus sueños, Elizabeth, y la sensación cálida del amor
le inundó el pecho, le brindó fuerzas y algo así como una razón para dar pelea.
Ignoró un instante al dolor y le propinó a su potencial verdugo una patada en
los testículos con su pierna sana. El viejo lanzó un alarido y soltó el hacha
que cayó y rebotó pesada y silenciosamente contra el piso alfombrado, para
masajearse la entrepierna, enfurecido, y acto seguido le dio una patada al
muchacho en la cabeza, y luego otra, que le fracturó la nariz. A la tercera,
Luciano en un esfuerzo enorme de concentración, le capturó el pie y lo derribó
junto a él, se le subió encima velozmente y le propinó un golpe tras otro hasta
que sintió primero los dientes y luego los huesos de la mandíbula romperse y
molerse bajo sus nudillos. La muerte trajo al silencio otra vez.
Respiró agitado. El sudor frío le bañaba el
cuerpo y le pegaba la camisa a la piel. Observó a su alrededor: la puerta
destrozada, el hacha sanguinolenta, el suelo escarlata, su pierna tajeada y la
sangre que manaba profusa. Bajó la adrenalina y empezó a sentirse mareado.
Intentó levantarse, pero cayó nuevamente sobre la alfombra ensangrentada. Sabía
que si se quedaba ahí, pronto sobrevendría su propia muerte. Quizás aquello no
fuera tan malo como algunos decían. De hecho, a medida que se acercaba la hora,
menos dolor sentía. Dejó caer los párpados y relajó cada músculo de su cuerpo.
Así notó cuán tenso estaba. Esperó unos segundos, pero a su mente acudió
nuevamente la imagen de la jovencita. Sabía que había sido un sueño, pero
sentía la seguridad de que la conocía en persona, que la amaba incluso en esta
realidad inexplicable. Tomó aire, e intentó incorporarse una vez más. El dolor
no perdonó y apenas se pudo mover. Las lágrimas brotaron de sus ojos y se mezclaron
con el sudor de las mejillas. El corazón latía cada vez más débil. Probó una
última vez. Tomó aire e impulso. Cuando el dolor empezó de nuevo, gritó pero no
se detuvo. Apoyó en su pierna sana todo su peso y se ayudó con la pared. El
trayecto hacia la puerta fue un infierno. Su pierna maltrecha aún escupía
sangre, quizás no tanto como antes, pero el dolor paralizante le invadía cada
músculo del cuerpo a cada arrastre, y no lo dejaba razonar nada. Paso a paso
rumbo a la salida, gemía de impotencia y desesperación, porque descubrió que no
quería morir. Cuando finalmente llegó, no supo cómo acomodar su extremidad
mutilada, y simplemente se arrojó a través del agujero. Cayó al pasillo y a
través de una nueva y horrenda escalada de dolores, reunió fuerzas y gritó por
ayuda una vez, una segunda y una tercera vez, pero nadie respondía. En cambio,
sintió como una neblina lo envolvía y entendió perfectamente que se estaba
desvaneciendo. Abrió mucho los ojos y combatió al desmayo y en ese momento, vio
aparecer la figura de una mujer., que se acercó y lo levantó con sorprendente
facilidad. La sorpresa le aplacó un segundo el dolor que el movimiento algo
brusco le ocasionó. Lo llevaba en brazos como si fuera un bebé enorme, y lo
condujo hacia otra habitación algunos metros más allá. La observó anonadado,
era una figura muy linda y le pareció inconcebible que una mujer de ese tamaño
pudiera alzarlo y moverlo con tanta presteza. Creyó que eran las alucinaciones
previas a la muerte. El perfume de la chica era suave y dulce. En el cuarto, la
mujer lo depositó en la cama a oscuras.
-
Médico – balbuceó Luciano, y cerró los ojos
fuertemente, pero volvió a abrirlos cuando la mujer prendió la luz.
Quizás ya había
llegado al paraíso. Ella se le acercó, felina, y comenzó a desnudarse. Tenía la
tez blanca y el pelo rubio, como europea, y una figura exuberante que incluían
dos grandes pechos, que se bambolearon cuando trepó a la cama. Lo miró
sugerente con sus grandes ojos verdes.
-
Ayuda – dijo el joven, y sintió un inexplicable deseo
por aquella mujer, como a la vez un desconcierto muy grande por las grandes
incoherencias que estaba viviendo.
Parpadeó un par de
veces y clarificó un poco su visión, para encontrarse con que, pese a su deseo,
la mujer que gateó hasta ponerse cara a cara con él presentaba un espectáculo
espeluznante. Ella curvó sus labios en una sonrisa amplia, enseñando sus
dientes blancos y sus dos largos colmillos. Los labios no poseían color, su
piel en general no poseía ningún color y la luz le iluminaba las venas que se
traslucían con horrorosa sencillez. Luciano sintió que aquella era una bestia
salvaje con hambre, que se lo quería comer con perversa lujuria, pese a lo cual
la deseó aún más, aunque no tenía ni fuerza ni sangre suficiente para una
erección. La mujer se acercó aún más, hacia su oído, y el contacto con su piel
fue tan frío que se sobresaltó, pero ya no daba más. El universo se deshizo en
una nada grisácea y de pronto se encontraba soñando otra vez.
Nuevamente corría de
la mano con Elizabeth a través de una calle oscura. Otra vez los perseguía
aquella figura nefasta. Y nuevamente, la succión en su cuello, el beso de la
muerte.
A muchos kilómetros de distancia, en el
instante en que Luciano caía inconsciente, Elizabeth se despertaba perturbada. Había
tenido un mal sueño, en el que su hombre era poseído por otra mujer, un ser
demoníaco y cargado de malas intenciones. Sentía un nudo en la garganta y mucho
miedo. Miró a su alrededor la negrura de la habitación en donde estaba
prisionera. Allí no había ventanas. Se acurrucó y aferró un pequeño crucifijo
plateado que sus padres le habían regalado, angustiada. No encontraba razones
para el secuestro que había sufrido, ni se podía imaginar qué quería aquel
hombre de imagen aterradora y de voz grave y cordial, ni qué le habían hecho a
su novio. En Buenos Aires aún no los extrañarían hasta que terminaran sus
vacaciones y noten que jamás regresaron. ¿Y la gente del hotel? ¿Habrían
llamado a la policía? Pero nada respondía a sus inquietudes.
Fuera de la caverna, en la cima de una
sierra, Jerónimo del Vivar meditaba. Tenía los ojos cerrados, los labios
fuertemente apretados y la capucha sobre su cabeza. En el mismo momento en que
Luciano perdía el conocimiento y Elizabeth despertaba, él abrió mucho los ojos y
esbozó una sonrisa macabra. Una ráfaga de viento serrano quitó la capucha de su
rostro, y dejó a la vista de la noche sus pupilas otrora verdosas, rojas y
brillantes como un par de rubíes perversos. Se
cumplió el segundo día de la profecía, pensó entusiasmado.
Y otra vez le regaló su carcajada enérgica y diabólica al valle. Así, su
cuerpo se deshizo en las sombras y mientras la risa aún reverberaba en las
serranías, un murciélago se alejó de allí a toda velocidad.